La aterradora escena del 18 de noviembre de 1978 «hoy a 40 años de que conmoviera al mundo» empezó a ser trazada mucho antes, y fue filtrándose gota a gota, como el veneno, hasta el acto final de la historia.
Una historia que levantó su telón el 13 de mayo de 1931 en Crete, Indiana de EEUU, cuando nació James «Jim» Warren Jones, hijo de un matrimonio de toscos campesinos: padre galés y madre escocesa.
Poco se sabe de la niñez de Jim. Sí, en cambio, de su juventud. Decía que tenía sangre de indios cheroqui, pero nunca pudo probarlo.
Su primer imán fue la religión: las iglesias, sus coros negros, la música góspel, y la voz y el mensaje de pastores y predicadores.
Pero, en 1951, a sus 20 años, agitó un cóctel absurdo: se unió al Partido Comunista, uno de cuyos lemas «La religión es el opio de los pueblos», se estrellaba de frente contra la Cruz
Dos años antes se casó con la enfermera Madeleine Baldwin, terminó la universidad, se plegó como auxiliar a una iglesia metodista para convertirse en pastor… y en 1955 fundó una congregación religiosa: el Templo del Pueblo.
Sus primeras acciones fueron, en apariencia, nobles. Denostó al racismo, apoyó el movimiento de derechos civiles a favor de los negros, y organizó colectas de beneficencia para drogadictos y gente sin hogar.
Pero una chispa fue después llamarada. Otras iglesias cristianas protestantes lo repudiaron por su filiación comunista, y Jim no puso la otra mejilla: insultó a la Biblia y se proclamó “una divinidad no menor que Jesucristo”.
Para entonces, su discurso pacifista y pleno de bondad perdió la piel de cordero… y apareció el lobo.
El reverendo, como se hacía llamar, fue mostrando los afilados dientes de su sombría personalidad. Enfermo de liderazgo y de cruel autoritarismo, y cada vez más rechazado por sus delirantes contradicciones ideológicas (Marx, Lenin y Jesús en la misma bolsa), huyó a Los Ángeles y luego a San Francisco con su mujer, su hijo biológico y seis adoptados, de distintas razas, para fundar una familia que llamaron “del arco iris”… contra el racismo.
A mediados de los setenta, el reverendo, con sus exaltados discursos, el poder de su carisma sobre las almas crédulas, y los enormes anteojos oscuros que nunca abandonaba en público (un detalle que lo hacía exótico y misterioso), había logrado reclutar para su secta seis mil fanáticos «obedientes corderos». La mitad de ellos, negros…
Pero su poder y sus mentiras no cabalgaron con piedra libre. La prensa empezó a publicar graves denuncias contra él: explotación laboral, durísimos castigos (trompadas, latigazos y penitencias), y constantes amenazas de muerte sobre los acólitos que trataban de abandonar la secta.